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Atravesar un gran campo de espigas amarillas, bailando con el vaivén del viento como acompasadas. Al cruzarme con el riachuelo, sabía que ya estaba cerca a la comunidad. Desde lejos me guiaba durante el camino por una gran antena la cual se veía cada vez, más cercana: Mullaka’s Misminay.

Desde que llegué por primera vez y conversé con las mujeres de esa comunidad, sentí que poseían una gran fuerza interior; una fuerza amable, noble. Todas hablaban en quechua entre sí y se reían. Yo no entendía más que “manan” y “arí” (“nada” y “si”). Algo que me sorprendió mucho fue la incoherencia entre su apariencia física y sus edades. Había varias que parecían mayores que yo y resultaban menores, y habían otras que parecían escolares y resultaban tener 25.

Todas éramos mujeres y de muy distintas edades. Desde niñas, como Ñurka de 3 años, hija de Yessica, hasta Dominga, señora que caminaba con bastón y traía dentro de su manta, una gastada banquita para sentarse. De vez en cuando se acercaba el esposo de alguna de ellas en moto para traer algún recado o saludaba de paso mientras se dirigía a otro lugar.

El primer día fuimos un grupo de diez mujeres y un hombre. La que parecía liderar el grupo era Blanca, también conocida como Lupe, hija de Eufracia. Blanca tiene dieciocho años y es la mejor en identificar qué es arcilla y qué no, dentro de las distintas gamas de tierras del sedimento.

Hicimos una breve presentación, y luego, fuimos muy emocionados a recoger la arcilla ubicada a pocos metros de donde nos habíamos reunido. Conseguimos una pala para extraer la arcilla y también un costal en donde pudimos depositarla. Fue una tarea muy divertida. Yo aun no me aclimataba a la altura por lo que apenas cavaba un poco con la pala, me cansaba. A todas nos parecía gracioso.

La arcilla en el suelo mismo se sentía fría al tacto. Luego recolectar suficiente, regresamos a nuestro punto de reunión inicial. Aquí, varias se comprometieron a traer arcillas de distintas zonas al día siguiente, y así fue. Ese segundo día era sábado por lo que nos acompañó un mayor número de niños. Eramos un sólido grupo de veinte personas, rodeando dos pliegos papeles craft extendidos en el piso preparando las arcillas.Luego de aproximadamente una hora de haber remojado y puesto a secar las tierras, llegó Milchora, señora de 45 años de cálida sonrisa, quien había ido dado el trabajo de viajar en burro 16 Km. Para traer al taller un tipo especial de arcilla. Luego de varios intentos, descubrimos que era la mejor arcilla: arcilla de Chumpitay.

Platos y vasos nos sirvieron para usar de molde. Todas estaban emocionadas por usar los moldes para construir rápidamente sus piezas. Sin embargo, la mayoría de arcillas eran difíciles de trabajar debido a que tenían una consistencia arenosa. La arcilla que mejor se desenvolvió fue la de Milchora. Esos 16 kilómetros definitivamente valieron la pena.

Durante la siguiente semana, nos reunimos varias veces a construir piezas como bowls, platos y vasos. Usamos tanto los moldes como técnicas de construcción a mano. Algunos días que llegaba, me sorprendían con piezas que habían hecho ellas por su cuenta en sus ratos libres.


Poco a poco, fueron dominando las técnicas y les pregunté si habían hecho cerámica antes a lo cual me respondieron que no, que sólo adobes. Definitivamente la habilidad la tienen en sus genes. Terminamos con una considerable cantidad de piezas. Algunas incluso hicieron hornitos para cocinar como lo que tienen en sus viviendas, pero en versión miniatura.


Uno de los últimos días fui a despedirme y me encontré con Yessica y sus hijas. Estaban sentadas afuera de su casa pelando habas sobre un costal junto a sus gallinas. Me ofreció un choclo sancochado el cual tenía los granos más grandes que había visto en toda mi vida. Las gallinas no paraban de acercarse, mirándome de costado, esperando que les invite.

Nos quedamos como una hora allí sentadas junto a los animales, conversando. Ella pelando habas y yo practicando una técnica de cestería que ellas me enseñaron a base de panca de choclo. Ahora estoy obsesionada con este material.


El caminar por esos senderos angostos rodeados de florecillas silvestres, esperando no encontrarme con ningún toro suelto, atravesar el campo de espigas ida y vuelta acompañada por Apu, un perro de MIL así como sentarme a descansar en medio del Apu Wañinmarcca mientras dibujaba las ovejas pastando a pocos metros, fue una experiencia incomparable.


Quiero volver y sentir cómo se nubla el cielo sobre mi cabeza anunciando tormenta, despertarme por el sonido de la lluvia que parece estar dentro de la habitación y reir con las señoras de la comunidad sin saber ni de qué me río porque no entiendo quechua.

Valeria Figueroa
Autor del equipo Mater

Artista Plástica Valeria Figueroa es escultora de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se dedica a la investigación y producción de cerámica desde hace cinco años. Ha llevado talleres con ceramistas como Aura Luz Pilco, ceramista tradicional de la comunidad de Chazuta, así como con Carlos Runcie Tanaka. Fue parte de Taller Dos Ríos donde se desenvolvió como asistente de producción y docente. Ha participado en distintas muestras colectivas y llevó a cabo su primera muestra individual “Fosa Común” en septiembre de 2018.

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