En mi primera visita a Moray, buscaba un primer acercamiento a las comunidades para poder hacer un diagnóstico tanto de los recursos, conocimientos y habilidades con los que cuentan, como de lo que se necesitaría para ejecutar lo propuesto en posteriores visitas. Por ello, y con el apoyo del equipo de Mater Iniciativa como intermediarios, pasé aproximadamente dos semanas recogiendo valiosos testimonios para mi investigación. Hablé, por ejemplo, con Andrés Ayma de la comunidad de Kacllaraccay, quien me ilustró sobre las prácticas ancestrales del ayni y la mink’a, especialmente en la agricultura, y cómo se organizaba y distribuía el trabajo entre todos bajo el principio de la reciprocidad. También conversé con Elba Henrriquez, de la comunidad de Mullakas Misminay, sobre la vitalidad del quechua, inclusive en las generaciones más jóvenes y a pesar de que se piensa que se está perdiendo. Una mañana que la señora Modesta, de Kacllaraccay, me invitó a desayunar, tuve la oportunidad de aprender sobre diferentes plantas y flores, y sus usos curativos, muchos conocimientos heredados de su madre y que, temía, se fueran a perder en un futuro próximo. El último día, recuerdo, conversé con Neri, campesina y también trabajadora del restaurante. Se sentía abrumada por las obligaciones y esfuerzos que una vida dedicada al campo demandaba. Se preguntaba si valía la pena y si, tamaña inversión, le permitiría a su único hijo tener una vida más fácil que la suya.
Luego de estas entrevistas, sentí que había un hilo conductor que las enlazaba a todas: la identidad, la memoria colectiva y la pérdida o mantenimiento de las tradiciones. Tal vez, mi siguiente visita deba enfocarse en crear un registro ─visual, escrito, auditivo─ que les sirva a las comunidades para documentar sus prácticas ancestrales, reflexionar sobre aquello que se ha perdido y aquello que se ha mantenido, y les permita evaluar de qué forma mirar al futuro. Me fui del Valle Sagrado con incontables lecciones y la promesa de volver muy pronto.


